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TRESONCE / Radiografía del desastre

POR FERNANDA JUÁREZ, Magister en Comunicación en Cultura y profesora de la UNC/ NOTA DE OPINIÓN

El vaivén del ingreso, en un titubeo lumínico, marca el inicio de una experiencia sensorial capaz de transportar al espectador al momento exacto en el que el cine Casino cerró sus puertas.

Como en un sueño, la luz natural que ingresa entre las maderas del techo, el telón rojo a medio caer y el escenario en ruinas crean una atmósfera apropiada para la aparición de un gigante de ceniza y humo.

Es la instalación de más de nueve metros elaborada con materiales textiles que Rubén Ramonda ideó, como obra principal, para evocar las explosiones de la Fábrica Militar de Río Tercero ocurridas el 3 de noviembre de 1995.

El hongo suspendido en el aire -como máximo símbolo de la tragedia- compone una escena inquietante en un tiempo detenido. En proyección hacia arriba, las tramas de esa nube colosal se enlazan con el imaginario de la guerra y la destrucción.

En el suelo, un diagrama de lo infinito, lo inconmensurable -un daño imposible de dimensionar- se grafica con proyectiles tendidos simétricamente en el espacio vacío.

 

En los laterales de la sala, una carrera desenfrenada de perros desata el movimiento en una huida interminable. La estampida –una manifestación del instinto de supervivencia- sugiere el desplazamiento masivo de la población ante el peligro.

Sobre esos muros, el artista plantea una obra en progreso basada en la iconografía de la catástrofe: postes caídos, techos derrumbados, automóviles destrozados, personas consternadas. Las escenas del sufrimiento y la desesperación -como imágenes guardadas en la cinta de un viejo cinematógrafo- se presentan en cámara lenta.

Así, los distintos tiempos en los que conviven las piezas de la obra organizan una narración visual de los acontecimientos. Las figuras pintadas se resuelven en líneas y formas limpias, para finalmente completarse –en una extraordinaria simbiosis- con manchas e imperfecciones que brotan de la pared. Mediante una eficaz operación visual, las imágenes creadas por el artista y las huellas de lo real –aquello que efectivamente ocurrió a causa de las explosiones- se confunden en un paisaje cargado de dramatismo.

Detrás del telón rojo –que desciende irregular sobre el fondo de la sala- se esconde algo ominoso, un secreto inaccesible. En esas oscuridades, yace la sombra del acto infame que originó la tragedia. Los contrastes lumínicos que proyecta el techo semidescubierto aluden a la fragilidad de la vida.

Por momentos, estamos a la intemperie –librados a la fuerza destructiva de las tempestades-; por momentos, envueltos en la tibieza y los brillos de una apacible mañana. La experiencia dentro de la sala –similar a la de la cueva, el templo, el cine, el museo o la biblioteca- remite a un momento de ensoñación: nos sentimos dentro de una cavidad humana.

Un refugio para la creación, donde el miedo y la protección están perfectamente equilibrados. En ese estado ideal –a veinticinco años de las explosiones- recordamos que un día estuvimos listos para volver a nacer.

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