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Con jornadas laborales largas y múltiples ocupaciones diarias —unas por obligación y otras por elección propia— no es fácil mantener nuestro nivel de energía de la mañana a la noche.
¿No sería maravilloso poder, en la mitad del día, apretar el botón de reinicio como si fuésemos una computadora y empezar desde cero, renovados y frescos para seguir con todo lo que aún nos queda por delante?
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Ese botón —o al menos un mecanismo que cumple esa misma función— existe: son las siestas cortas que, según un cúmulo cada vez mayor de evidencia científica, son una herramienta valiosa para recuperar el estado de alerta y la energía con la que iniciamos el día.
“El principal beneficio de las siestas breves, es que contrarrestan los efectos fisiológicos que ocurren en (el cuerpo) desde que nos despertamos”, explica a Guy Meadows, especialista en fisiología del sueño y cofundador de The Sleep School.
A partir del momento en que nos despertamos, “comienza a aumentar la adenosina, una sustancia química en el cerebro que es un subproducto del metabolismo”.
“Cuanto más tiempo permaaneces despierto, más adenosina se va acumulando en tu cerebro, y por ello aumenta la sensación de sueño”, dice.
Cuando hacemos una siesta, “reducimos la adenosina, metabolizamos un poco de esta sustancia en nuestro sistema, y eso nos ayuda a incrementar nuestros niveles de energía y a sentirnos más alerta y despiertos”, comenta Meadows.
Esto ayuda a “mejorar nuestro estado de ánimo, a reaccionar (a estímulos) más rápidamente, a reducir la posibilidad de cometer errores y a enfocarnos y poner más atención en lo que tenemos que hacer por la tarde”.
Los beneficios que destaca Meadows se refieren específicamente a los que aportan las siestas cortas (llamadas en inglés power naps, precisamente porque la energía que brindan), cuya dura oración debe oscilar entre 10 y 20 minutos.
Pero si lo que buscamos es mejorar la memoria, la creatividad, nuestras funciones perceptivas o procesos cognitivos, se requiere una siesta más larga, de hasta 90 minutos, dice Sara Mednick, investigadora del sueño y autora del libro “¡Haz una siesta! Cambia tu vida”.
En las siestas más largas —de entre 60 y 90 minutos— entramos en la fase REM (también llamada MOR, siglas en español de movimientos oculares rápidos), y ese sueño profundo es “el mismo tipo del que tenemos durante la noche y por eso conlleva los mismos beneficios”, dice la científica que desde hace más de 20 años se dedica a investigar los efectos del sueño.
Según explica Meadows, hacer una siesta corta es como nadar o andar en bicicleta: es decir, es una habilidad que requiere entrenamiento y que, en poco tiempo y sin gran esfuerzo, puede adquirirse.
“Si quieres aprender, pon una alarma para asegurarte de no pasarte de largo. Si practicas todos los días dormir a la misma hora, tu cuerpo incorporará el hábito de asociar esa actividad a un tiempo específico”, dice, y añade que demora unos tres meses el pasar de ser “una persona que no puede hacer una siesta a una que lo hace con facilidad”.
Lo importante es no forzarse a dormir, sino simplemente acomodarse en la cama, un sillón o un lugar que nos resulte cómodo, oscurecer la habitación o usar una mascarilla para cubrirse los ojos, y tratar de aprovechar ese momento para estar quieto y descansar.
También es recomendable cinco minutos antes de hacer una siesta dejar de mirar el teléfono o leer correos, respirar con calma y quizás beber un poco de agua. En síntesis, relajarnos y ponernos cómodos.
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